Flags of our fathers
En 1944, durante el desembarco de Normandía, un grupo de soldados americanos, con gran riesgo personal, tomó un promontorio en el que suponían había una batería alemana. Al final resultó que el fuego procedía de otra posición y que habían tomado un palmo de terreno sin importancia. El presidente Roosevelt les condecoró por su heroísmo bajo el fuego enemigo, al margen de lo materialmente inconsecuente de su gesta.
La premisa, por supuesto, es que el altruismo existe y que arriesgar la vida por una causa mayor que uno mismo es heroico. La moraleja de Flags of Our Fathers, la última y peor película de Clint Eastwood, es la contraria: incluso si se demuestra heroísmo en una acción militar que termina siendo de capital importancia, lo único que hay es un puñado de individuos tratando, como dijo el general Patton, no de morir por su país, sino de que el enemigo muera por el suyo; no por nada, sino porque "mejor él que yo". Y todo lo demás es propaganda de Bushitlerburton y su acólito Darth Cheney, ¿no?
Así que Clint, llorado –por mí– autor de Unforgiven (Sin perdón), se aplica en esta ocasión a desmitificar la toma de Iwo Jima en 1945, sobre la base del libro (también titulado Flags of Our Fathers) de James Bradley, hijo de uno de los hombres que levantaron la bandera americana en la isla japonesa, momento inmortalizado en la celebérrima fotografía de Joe Rosenthal. Poco después, los tres soldados supervivientes de entre los fotografiados, John Bradley (padre del autor del libro), Ira Hayes y Rene Gagnon son alistados por Washington para una misión diferente: hacer una gira por EE.UU. con el objetivo de ayudar al Gobierno a recaudar dinero para continuar la guerra.
Hay, a la vez, muchas cosas que contar: el contexto histórico, militar y social, y muy pocas: la idea única de que todo es relativo, en la guerra como en la paz. El hilo conductor de Flags es una serie de entrevistas por parte del autor del libro, Bradley, a los supervivientes del incidente. A medida que los entrevistados evocan la guerra la narración salta del presente a la batalla de Iwo Jima, en los momentos anteriores y posteriores a la izada de la bandera, y a la gira posterior por EE.UU. para promocionar la suscripción de bonos del Tesoro americano.
El filme pasa confusamente de una escena a otra sin orden cronológico discernible, y después de haber visto una decena de escenas de batalla uno tiene la impresión de que son la misma y que nueve de ellas son prescindibles.
Otro tanto cabe decir de las reticencias de los héroes a la fuerza. La dinámica entre ellos es estática, y sus escrúpulos ante la presunta explotación de su imagen por el Gobierno no varían de Nueva York a Chicago ni en todas las paradas intermedias. Nada avanza, y uno tiene la impresión de que el argumento camina con dos pies metidos en hormigón sobre una ciénaga de arenas movedizas.
Lo forzado de una narración que va de un punto a otro agitada por una sola idea pero sin que acierte a ilustrarla con lo que aparece en la pantalla adquiere tintes pintorescos hacia el final. Durante todo el filme oímos hablar de las crueldades que los soldados han visto y perpetrado. El soldado Hayes, atormentado y alcoholizado sin que lleguemos a saber bien por qué, confiesa sollozando: "Algunas de las cosas que he visto y que he hecho… no eran cosas de las que enorgullecerse". Y uno se pregunta de qué está hablando, porque nunca vemos esos hechos tan terribles reflejados en Flags.
La cinta es larga. Muy larga. Especialmente porque uno se la imagina exactamente igual con una hora menos de metraje. Eastwood adopta un tono solemne que a lo mejor en su concepto requiere de la pedantería de mantener a los espectadores en el cine durante dos horas y cuarto. Pero donde la solemnidad es contradictoria con el objeto desmitificador de la película es cuando desemboca en la autoseriedad y el trascendentalismo con que se cuenta que el heroísmo y la guerra no son cosas serias o absolutas sino relativas. Uno puede estar de acuerdo o no con ese mensaje (yo no lo estoy), pero lo que no tiene sentido es utilizar el lenguaje de la epopeya al servicio de la idea de que no hay epopeyas. Eastwood y su nefasto coproductor, Spielberg, debieran haber optado por la comedia moorificante antes que alistar a Hamlet para interpretar a Cindy Sheehan.
Es verdad que la fotografía de Rosenthal no se había hecho durante la batalla, sino que los soldados habían posado por razones propagandísticas, y la propaganda continúa con el nefando fin de allegar dinero para derrotar al Eje. Los héroes, por supuesto, lo eran tanto como el resto de los hombres que lucharon en Okinawa. Así que, antes que admitir que todos eran héroes y que luchaban por una causa justa (al menos comparada con la del Japón imperial), Clint Eastwood piensa que es mejor decir que no lo fue ninguno y que, una por otra, la libertad, el nazismo, todo son matices y unos y otros hacen propaganda de lo suyo de la misma forma. Parafraseando a los clintonistas: "¡Todo el mundo lo hace!".
Lo que resultaría verdaderamente desmitificador sería un filme sobre la guerra en que Hollywood no se tomase su narcisismo revestido de moralina tan en serio. De hecho, ya existe. Compren el DVD de Black Hawk Down (Black Hawk derribado; Ridley Scott, 2001) para saber lo que es la guerra y quiénes son los hombres que la hacen. Y olviden Flags.
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