La fila de los mancos

El mundo del séptimo arte: noticias, anécdotas, biografías (actores, directores,...),..., y, cómo no, los últimos estrenos cinematográficos.


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viernes, febrero 09, 2007

Diamante de sangre

El cine, tirando de una de sus vocaciones más explotada últimamente: abrir más aún los ojos a los espectadores, ha dirigido ahora su mirada a África, un continente devastado que para muchos parece tener colgado el cartel de "haz conmigo lo que quieras". A la espera de poder ver ese retrato sin concesiones sobre el dictador ugandés Idi Amín titulado El último rey de Escocia, está esta película que ha levantado ampollas en la industria del diamante, pues dice sin tapujos que "la gente no compraría un diamante si supiera que cuestan [literalmente] las manos de otro".
Diamante de sangre, también lanzada comercialmente por las excelencias del actor Leonardo DiCaprio -que precisamente se enfrentará en los Oscar al actor que da vida al dictador Amín, Forest Whitaker-, tiene ante sí el gran reto de tratar de hacer comprensible la problemática del comercio de diamantes, contando con un telón de fondo que es nada menos que la sangrienta guerra civil desatada en Sierra Leona en 1990; pero tiene dos principales inconvenientes: Edward Zwick, un director solvente, pero cuadriculado y falto de personalidad -ahí están El último samurai o Leyendas de pasión para atestiguarlo- y un guión que ha creado unos personajes que son puros clichés.
Es lo que sucede con Danny, un ex-mercenario de Zimbabwe y traficante de diamantes, y Maddy, una periodista norteamericana "harta de escribir sobre víctimas", inmersos en un enésimo enfrentamiento entre realismo e idealismo, sostenido sólo gracias a que DiCaprio, puro nervio y versatilidad con el manejo de dialectos locales -se lo perderán los que lo vean en la versión doblada-, y Jennifer Connelly tienen un talento interpretativo indiscutible.
Unidos al personaje de Salomón, pescador al que los revolucionarios separan de su familia, inician la búsqueda de un diamante rosado de incalculable valor que éste último enterró; una aventura que parece un guiño a la arquetípica película de exploración del continente negro, pues nuestros héroes van en busca de esa mina, de ese tesoro que Salomón enterró, que no es el único que ha de ser recuperado, pues su hijo pequeño, su futuro y el de su país, ha sido capturado y convertido en soldado gracias a la seductora y brutal retórica de sus captores.
Resulta ejemplar su descripción de estos terribles métodos de trasformación de los niños secuestrados en máquinas de matar implacables, también de los tejemanejes del comercio del diamante, que muestra a dos grandes empresas que quieren evitar a toda costa que los rebeldes africanos llenen el mercado de piedras que, a pesar de sólo representar el 10 o 15% del mercado, impedirían mantener su precio desorbitado; pero los medios elegidos son cinematográficamente muy pobres, especialmente cuando se ventila en dos atacadas -una reunión de políticos y empresarios metida al principio con calzador y la explicación rápida de Danny tras ser ablandado muy ingenuamente por Maddy- los principales puntos del problema.
Asimismo, la exposición del conflicto de Sierra Leona -motivado por unas piedras que, como se dice al comienzo del filme, los implicados "no han visto"- pierde su fuerza al ser parte de una historia muy predecible en la que Zwick no sabe subrayar dentro de su amplia descripción de los hechos lo que realmente le importa, consiguiendo el peor resultado posible con un material tan inflamable como éste: que el espectador se vaya de rositas, sin esa indignación, sin esa rabia que sí provocaban -y sin ser obras redondas- las recientes Hotel Rwanda o El jardinero fiel.
Diamante de sangre es el paradigma de ese cine intocable por su vocación de denuncia que aprovecha el tirón de la polémica que suscita en los sectores atacados, en este caso la mayor empresa mundial de diamantes, De Beers, para llenarse los bolsillos a costa de un espectador más benevolente que con otras temáticas. Por eso, aun apreciando -y mucho- su capacidad de poner el dedo en la llaga de un problema que a pesar del posterior 'Proceso Kimberley' del 2002 no ha dejado de existir, no hay que dejar de señalar sus defectos, erigiéndose como el peor de todos la enorme tibieza de Zwick.