Bobby
Estados Unidos sufrió varias pérdidas de la inocencia concentradas en la tumultuosa década de los sesenta, en la que los disparos contra John F. Kennedy en 1962 desperezaron a una sociedad empachada por las idílicas imágenes de Norman Rockwell. Pero no fue hasta la atronadora primera guerra televisada, la de Vietnam, y tras los asesinatos de Martín Luther King y de otro Kennedy con muchas posibilidades de llegar a la Casa Blanca, Robert, en 1968, cuando definitivamente cayeron en la cuenta de estar en un país lleno de contradicciones.
Emilio Estévez toma precisamente el día de este último asesinato para realizar en Bobby un atractivo aunque cándido boceto del escenario y las personas de una sociedad a punto de recibir a Nixon como su nuevo presidente, a la vez que hace un retrato autocomplaciente y reverencial de la figura de este político que subió como la espuma gracias a un discurso siempre cercano a los desfavorecidos y muy pacifista en unos momentos en que las noticias sobre Vietnam no podían ser más terribles.
Estévez, muy influido por su padre, el actor Martín Sheen, que le llevó con tan solo 8 años al hotel Embassador de Los Ángeles, escenario del asesinato de Robert F. Kennedy, ha reclutado en Bobby un reparto plagado de estrellas para que den vida a sus más de veinte personajes que cruzan sus vidas en torno a ese lujoso escenario, todos ellos muy correctos –tampoco da para mucho más-: un portero jubilado (Anthony Hopkins), un cocinero (Laurence Fishburne) con una gran receta contra el racismo, una cantante de éxito (Demi Moore), una peluquera (Sharon Stone), una chica (Lindsay Lohan) a punto de casarse con un amigo (Elijah Wood) para evitar que le envíen a Vietnam, unos voluntarios que trabajan por la candidatura de Kennedy con diferentes intereses, una pareja (Martín Sheen y Helen Hunt) que vive su segunda luna de miel, una telefonista del hotel (Heather Graham) o un encargado tirano y cínico (Christian Slater).
Bobby es ante todo una película llena de buenas intenciones en la que Estévez peca de hacer una excesiva beatificación de la figura de Robert Kennedy y en la que una solvente dirección de actores oculta unos diálogos flojos más dirigidos a provocar emociones que a impulsar correctamente una historia plagada de los poéticos discursos del fallecido político.
Su visión en exceso complaciente e inocentona, totalmente desaconsejable para espectadores muy espécticos, no impide, sin embargo, que esta caleidoscópica visión –la preferida, parece, por la mayoría de los cineastas actuales- fluya más o menos gracias a que los cabos quedan finalmente atados y al magnetismo de actores como esa gran señora llamada Sharon Stone, a promesas como Lindsay Lohan, y a monstruos interpretativos como Anthony Hopkins o el inquietante William H. Macy, capaces de hacernos olvidar con sus destellos interpretativos las imperfecciones de esta obra hecha más con el corazón que con la cabeza.
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