La huella
Kenneth Branagh parecía tener todo en su mano para conseguir una gran película: un guión del reciente Nóbel de Literatura, Harold Pinter, perfecto para el tono sombrío de la propuesta de Shaffer, y dos actores apropiados: el reputadísimo Michael Caine y uno de los mejores intérpretes de su generación, Jude Law. Pero surgen varios inconvenientes a la hora de llevarlo a la pantalla. El primero de ellos es el escenario en el que se desarrolla toda la trama, un ambiente excesivamente frío y tecnológico en el que las cámaras de seguridad son, especialmente al principio, el punto cambiante desde el cual se muestra a los personajes. Es éste un detalle que termina agotando y que carece de sentido pues no determina nada de lo que luego va a acontecer. De esta forma, es todo un estorbo a la apreciación de los matices del arranque, en el que el marido y amante de su mujer inician su cruce de ironías.
Otro de los problemas de la película es que al ser un filme basado en la sorpresa, los ya conocedores de la historia gracias a la joyita de Manckievicz saben de qué va todo el juego y encuentran pocos alicientes para seguir los enredos de los dos personajes, lo que conduce a que la cinta sea notablemente más apreciada por los profanos en la materia.
Estas objeciones hacen que todo el peso de la película recaiga exageradamente sobre los actores y el guión. En el primer caso sucede que Law se muestra excesivamente enérgico y relativamente metido en su papel de gigoló, consiguiendo que el espectador sufra más que disfrute sus luchas interpretativas con el talentoso Caine, dueño de la pantalla en todo momento. En cuanto al guión, Harold Pinter reserva una tercera vuelta de tuerca muy forzada que redondea el estereotipo del personaje de Jude y lo ahueca más si cabe. De esta forma, la cinta es desproporcionada: hay buena materia entre manos, pero desigual resultado final.
Brannagh apuesta por filmar la acción desde ángulos imposibles en lugar de recurrir al canónico plano-contraplano propio de este tipo de producciones, pero su labor se ve entorpecida por un diseño visual aséptico. La acción tiene lugar en la morada de Wyke, un lugar metalizado y deshumanizado poblado de gadgets tecnológicos, tan grande que acaba comiéndose a los protagonistas. Nada que ver con la mansión del siglo XVI que ideó Shaffer, que actuaba más como reflejo de la personalidad del retorcido millonario que como un personaje con entidad propia, como sucede en la nueva versión.
En su afán por separarse del modelo original, La huella termina por parecer impersonal, aunque puede resultar entretenida y eficaz si no se ha visto (o no se recuerda) la película de Mankiewicz.
Y es que ya se sabe que cuando Branagh se ve inmerso en un proyecto en el que en su tiempo tuvo que ver el Laurence Olivier de sus amores -y con el que tan desacertadamente se le comparaba en sus inicios por su querencia por Shakespeare-, la cosa no termina de rematar. La huella así lo confirma.
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