Con licencia para matar durante bastante tiempo
El mundo del séptimo arte: noticias, anécdotas, biografías (actores, directores,...),..., y, cómo no, los últimos estrenos cinematográficos.
Se trata de una noche loca en la que tres amigos intentan conseguir alcohol con un carnet falso para mojar no sólo el gaznate. Una montaña rusa de complicaciones que pierde algo de fuelle a medida que dos locos policías se van haciendo cada vez con más minutos en la pantalla, pero que a la vez se va ganando nuestros corazones cuando descubrimos que bajo tanto disparate se encuentra un pequeño homenaje a la amistad y a ese adiós a una época antes de afrontar altas responsabilidades estudiantiles en la universidad.
Judd Apatow, responsable del fenómeno Virgen a los cuarenta y de series de éxito en EE.UU. como Freaks and Geeks y Undeclared, produce esta cinta que posee el mismo sello de esos proyectos como director. Y es que Apatow hace películas de humor muy norteamericano, de esas que en una frase se puede escuchar la palabra 'joder', cada tres segundos, pero sin perder nunca el norte cómico: sus personajes son tratados con mimo, al igual que cada detalle, que no se deja al azar y se sabe recuperar en el momento justo de forma que toda la historia quede cerrada de manera coherente.
Aunque le faltan cosas, esta historia de malentendidos e intrigas familiares que dosifica perfectamente cada gag, sabe cerrar de manera brillante todo el entramado en que mete a sus personajes. Además, desde el principio cada uno de ellos se presenta con sus pequeños apuntes exactos, algo a lo que ayuda un cásting que ha sabido elegir a los actores más apropiados para cada papel, aunque ciertamente se eche de menos más carisma en alguno de ellos. Ni Matthew McFayden, conocido por su Darcy en Orgullo y prejuicio, lo consigue con su inseguro hijo del difunto; ni Alan Tudyk, que resuelve su papel sin estar nunca pasado de rosca a pesar de pasarse toda la película bajo los efectos de sustancias psicotrópicas; ni, a pesar de su calidad, Peter Dinklage, el actor bajito de Vías cruzadas, que, aún así, pone un curioso toque de pimienta gracias a la relación que se descubre que tenía con el fallecido. Y es que el director Frank Oz, que no siempre acierta con sus proyectos, pero cuando lo hace da la campanada -ahí está In&Out para testificarlo-, ha sabido dirigirles con inteligencia. Aunque no por ello ha podido evitar cierto tono convencional al llevar a la pantalla el magnífico guión de Dean Craig, que ha compuesto una serie de escenas hilarantes encadenadas con un vibrante sentido del ritmo. De tal forma, al acabar la película el espectador queda satisfecho, pero con ganas de algo más.
Kenneth Branagh parecía tener todo en su mano para conseguir una gran película: un guión del reciente Nóbel de Literatura, Harold Pinter, perfecto para el tono sombrío de la propuesta de Shaffer, y dos actores apropiados: el reputadísimo Michael Caine y uno de los mejores intérpretes de su generación, Jude Law. Pero surgen varios inconvenientes a la hora de llevarlo a la pantalla. El primero de ellos es el escenario en el que se desarrolla toda la trama, un ambiente excesivamente frío y tecnológico en el que las cámaras de seguridad son, especialmente al principio, el punto cambiante desde el cual se muestra a los personajes. Es éste un detalle que termina agotando y que carece de sentido pues no determina nada de lo que luego va a acontecer. De esta forma, es todo un estorbo a la apreciación de los matices del arranque, en el que el marido y amante de su mujer inician su cruce de ironías.
Otro de los problemas de la película es que al ser un filme basado en la sorpresa, los ya conocedores de la historia gracias a la joyita de Manckievicz saben de qué va todo el juego y encuentran pocos alicientes para seguir los enredos de los dos personajes, lo que conduce a que la cinta sea notablemente más apreciada por los profanos en la materia.
Estas objeciones hacen que todo el peso de la película recaiga exageradamente sobre los actores y el guión. En el primer caso sucede que Law se muestra excesivamente enérgico y relativamente metido en su papel de gigoló, consiguiendo que el espectador sufra más que disfrute sus luchas interpretativas con el talentoso Caine, dueño de la pantalla en todo momento. En cuanto al guión, Harold Pinter reserva una tercera vuelta de tuerca muy forzada que redondea el estereotipo del personaje de Jude y lo ahueca más si cabe. De esta forma, la cinta es desproporcionada: hay buena materia entre manos, pero desigual resultado final.
Brannagh apuesta por filmar la acción desde ángulos imposibles en lugar de recurrir al canónico plano-contraplano propio de este tipo de producciones, pero su labor se ve entorpecida por un diseño visual aséptico. La acción tiene lugar en la morada de Wyke, un lugar metalizado y deshumanizado poblado de gadgets tecnológicos, tan grande que acaba comiéndose a los protagonistas. Nada que ver con la mansión del siglo XVI que ideó Shaffer, que actuaba más como reflejo de la personalidad del retorcido millonario que como un personaje con entidad propia, como sucede en la nueva versión.
En su afán por separarse del modelo original, La huella termina por parecer impersonal, aunque puede resultar entretenida y eficaz si no se ha visto (o no se recuerda) la película de Mankiewicz.
Y es que ya se sabe que cuando Branagh se ve inmerso en un proyecto en el que en su tiempo tuvo que ver el Laurence Olivier de sus amores -y con el que tan desacertadamente se le comparaba en sus inicios por su querencia por Shakespeare-, la cosa no termina de rematar. La huella así lo confirma.
La pareja cinematográfica más de moda del momento, Brad Pitt y Angelina Jolie, ya han encontrado apartamento en Nueva York: uno de superlujo por el que pagarán cada mes cerca de 100.000 dólares en un hotel residencial de Manhattan. Así, se han mudado junto a sus cuatro hijos a las Torres Waldorf, en la calle 50, muy cerca del colegio francés al que va su hijo Maddox y de la sede de las Naciones Unidas, con la que Jolie está vinculada al ser embajadora de buena voluntad de su agencia para los refugiados (ACNUR). En esas míticas torres, situadas junto al famoso Hotel Waldorf Astoria, han dormido desde todos los presidentes de EE.UU. a partir de 1930, hasta Paris Hilton, pasando por personalidades tan variadas como Winston Churchill, Nikita Khruschew, la Reina Elizabeth, Imelda Marcos, Nancy Reagan, Keith Richards, Jerry Lewis, Cole Porter o Frank Sinatra.